Corrían aquellos años locos, lo recuerdo como si
sería ahora, estaba asando castañas como
es habitual en estas fechas, mi empleo todavía no era considerado un trabajo en
extinción o memorable, ya que, ochocientas mujeres de media edad larga se
situaban en una esquina, a quemar los frutos secos del otoño por excelencia,
mientras sus maridos hacían como una especie de chulos.
Todas teníamos que ingeniárnosla para vender el
máximo de castañas a diario. Algunas salían en periódicos promocionando su
sartén como la más antigua del gremio, otras con una sonrisa ya ganaban miles
de clientes. En cambio, yo no destacaba
por nada, mi esquina y mi persona éramos tan ordinarias, que incluso muchos
días no podía ponerme a trabajar por haber vagabundos durmiendo, o incluso
charcos de aguas mayores.
Sin embargo una noche sin estrellas y con mucha
niebla, noté que algo extraño estaba pasando. No pasaba nadie por la calle, ni siquiera mi
único cliente nocturno. De pronto vi una
manada de señoras con un pañuelo en la
cabeza, que gritaban horrorizadas. Entre ellas estaba La Bernarda, la vecina de
la otra esquina. Oí que me decía entre
grito y grito, que me fuera de ahí, que las perseguían los cuatro jinetes
del apocalipsis. No me asuste, tuve
suficiente con lo que venía algo detrás de ellas, eso significaba gente y una
oportunidad de oro para vender como nunca.
No se hizo esperar la monstruosa horda que tanto
aterrorizaba a mis compañeras. A diferencia
de la gran prisa de la competencia, aquellos seres iban cada uno a su ritmo,
eran tan despistados que no les
importaba darse un golpe con las farolas o cualquier objeto del decorado urbano. Su apariencia no era de ningún pelotón, más
bien todos ellos iban con arrapos y hacían
un olor, que a mí me recordó cuando encontré a mi perra muerta en medio del
bosque, asesinada por un zorro tuerto.
Se me acercaban a mi puesto y enseguida capte que tenían las manos largas,
cuando vi que me robaban el género, para tirarlo por ahí como si fueran piedras,
me en rabie. Cogí a uno de ellos por el brazo y
solo por cogerlo, se me quedo su mano y su brazo en mi mano. El espectro
no grito de dolor ni nada, a pesar que su extremidad ya no estaba unida a su
cuerpo, es más se reía de mi miedo al ver tal atrocidad.
Cuando reaccione que tenía una extremidad en mi mano
putrefacta y su dueño riéndose de mí en mí cara, sin pensar la solté y cayó
dentro de mi aburrida sartén. Intente sacarla y cuando lo conseguí, ya no
estaba aquél sádico hombre, así que la volví al fuego para desintegrarla,
porqué que haría con esa cosa.
Casi que habían pasado todos los extraños agarrados,
parecía que el olor a quemado les espantaba. Pero solo lo parecía, porque lo
que en verdad les aterraba, era ese camión que
pasó detrás de ellos que decía en grande “sanidad”. El vehículo bruscamente se paró a un lado de
mi puesto, y un inspector bajo del auto, se acerco a mi puesto, con voz autoritaria me
dijo, “así que es usted quien es vende doner kebab’s, queda detenida por explotación y tráfico de personas.
Así que, querida Raimunda los restos de tu marido,
que tienes en el congelador no los entierres en el bosque, véndelos a los hindús.